Jorgito y el Vía Crucis
La familia de Jorgito se encuentra en la casa de campo, disfrutando de un fin de semana primaveral. Durante la mañana, estuvieron trabajando en el pequeño huerto que la familia decidió plantar hacía unos meses —¡qué ilusión recoger los primeros guisantes verdes!—, y la tarde la emplearon en corretear por la finca en busca de las monedas de chocolate que les regaló la abuelita. La elaboración del mapa del tesoro les llevó algún tiempo, pero la búsqueda posterior entre árboles, matorrales y pedruscos mereció la pena.
Contemplando el atardecer, el padre, inspirado por el bello día, decide celebrar un Vía Crucis familiar:
—¡Hijos, necesito dos palos de madera! ¡Vamos a hacer una cruz!
—¿Para qué, papa? —pregunta curioso el hermano mayor.
—Ya lo veréis.
Los hijos se ponen en marcha y, en menos tiempo del que tardaron en devorar las chocolatinas, aparecen triunfantes con dos pequeños maderos en sus manos. El padre los engarza con un alambre que tenía en casa y, de esta forma, consigue una rudimentaria, pero noble, cruz.
—Muy bien, servirá. Ahora, acercaros a mí, os explicaré qué vamos a hacer. ¿Sabéis qué es un Vía Crucis?
—Sí —respondió Jorgito—. ¡Es lo que hicimos el año pasado cuando pintamos los dibujos de Jesús y los colocamos por toda la casa…!
Los padres sonrieron y se lanzaron una mirada cómplice. Por lo visto, el esfuerzo de colorear todas las estaciones con los hijos obtuvo frutos; los mayores guardaban recuerdos de otros años.
—¡Eso es! El año pasado celebramos un Vía Crucis por casa. Este año, ¿qué tal si lo hacemos en la montaña?
—¡¡Sí!! —respondieron excitados, aunque sin saber todavía muy bien en que consistía exactamente eso del “vía crucis”.
—¡Estupendo! —papá pensó unos momentos cómo explicárselo—. Vía Crucis significa en latín “Camino de la Cruz”. Jesús recorrió un largo camino hacia el Monte Calvario, donde murió crucificado. El vía crucis busca, a través de catorce estaciones, acompañar a Nuestro Señor en ese duro trance. Fijaos qué importancia tiene, que si se hace con estaciones legítimamente erigidas, se puede obtener indulgencias plenarias. Aquí no las tenemos, pero podemos obtener provechosas Gracias. Para ello, en cada estación leeré una pequeña meditación para adentrarnos en el misterio de la Pasión. Luego, marcharemos un rato hasta la siguiente entonando una estrofa cuaresmal. Nos iremos turnando, de mayor a menor, para llevar la cruz (excepto Jaime, que es aún pequeño); y la portaremos con respeto, con piedad, y en alto. Si lo hacemos bien, podemos unirnos a Jesucristo en su subida al Calvario. ¿Qué os parece?
En esta ocasión, el “sí” no fue tan jovial como el anterior. Los hijos habían captado la gravedad del acto; por ello, fue más reflexivo pero, también, con mayor decisión. Se reunieron todos alrededor del padre, quien elevó la cruz con reverencia. Mamá abrió un pequeño librito que guardaba en su misal y leyó en voz alta:
—Primera estación: Jesús sentenciado a muerte. Te adoramos Cristo, y te bendecimos.
—Porque con tu Santa Cruz redimiste al mundo —respondió papá.
Mamá continuó la lectura, pausada y con entonación:
—Jesús no había hecho nada malo, pues todo lo hizo bien. Pasó haciendo el bien entre los suyos, curando a los enfermos, sanando a los endemoniados, perdonando a los pecadores, pero fue condenado a muerte. Hay cosas que no se pueden comprender, pero Jesús las aceptó cumpliendo la voluntad del Padre, siendo obediente hasta la muerte y muerte de cruz—. Se paró unos segundos para que meditaran sobre lo leído, después continuó—.Nosotros también hemos de ser obedientes a nuestros padres, aunque a veces no comprendamos las razones. No se trata de no meterse en problemas, sino de demostrarle a Dios que lo amamos imitando su vida de obediencia.Padre nuestro…
Camino hacia la segunda estación, Jorgito pensaba en la obediencia. ¡Cuánto le costaba! Sobre todo, aquellas órdenes injustas como dejarle a su hermana un juguete que siempre terminaba por romper o recoger la mesa el día que no le tocaba. Pero Jesús fue obediente, y su muerte sí que era injusta. “Entonces, ¡qué poco derecho tenía él de quejarse!”, pensó para sí. Miró hacia la cruz, que ahora llevaba mamá, y se propuso aceptar mejor esas órdenes inoportunas. Mientras tanto, la familia continuó su canto (con más desentono que acierto, pero no por ello con menos devoción) hasta la segunda estación, que esta vez leyó papá:
—Segunda estación. Jesús es cargado con la cruz. Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
—Porque con tu Santa Cruz redimiste al mundo —replican mamá y los hermanos mayores (que se habían quedado con la respuesta).
—Jesús tuvo que cargar una pesada cruz y podemos imaginar lo cansado que estaba después de que le coronaran con espinas y lo azotaran, pero cargó con la cruz. Realizó ese sacrificio por nosotros. Él nos mostró lo que es la virtud de la fortaleza. —Pausa y silencio—. Nosotros también hemos de sufrir estudiando cuando no tenemos ganas. Es un sacrificio que debemos hacer bien, para poderle ofrecer a Jesús un trabajo bien hecho, pensando en agradarle, no dejando tareas para el último momento o haciéndolas deprisa y mal. Cargando este peso de la cruz con alegría, le quitamos un poquito de peso a la cruz de Jesús. Padrenuestro…
Así van marchando de estación en estación, turnándose la cruz entre cantos penitenciales y de alabanza. Cada miembro va meditando la Pasión de Cristo e intentando aplicársela a su propia vida. Cuando le toca al pequeño Guille, agarra la cruz con maestría, y avanza sus pasos con un mareante zigzag provocado por el peso de la misma. ¡Casi es más grande que él! Sin embargo, se niega a aceptar la ayuda de papá y se aparta de su paso, como manifestando, a su manera, que esa cruz es suya.
A partir de la séptima estación, los más pequeños comienzan a cansarse y a mostrarse impacientes, pero mamá y papá tratan de sortear esas interrupciones con mejor (o peor) paciencia. “¡Qué son estas molestias comparadas con las tuyas, Señor”, se dice mamá mientras le introduce la chupeta a Jaime por centésima vez.
Al llegar a la duodécima, papá pronuncia con devoción la estación, Jesús muere en la cruz, mira a su familia y les pide:
—Arrodillémonos un momento.
El cielo debió haberse complacido, puesto que, en ese instante el bebé Jaime cesa su llanto atraído por el vuelo de una mariposa; no mucho tiempo (lo contrario hubiera sido milagroso), pero suficiente para aguantar el momento. Transcurridos unos segundos, el cabeza de familia se levanta y continúa con la lectura:
—Jesús murió por nuestros pecados, dándonos la oportunidad de salvarnos. Por ello, cuando nos acercamos al sacramento de la Confesión, nos puede parecer sencillo que se borren todos nuestros pecados, pero solo porque Él pagó primero por todos ellos. Acerquémonos con frecuencia al sacramento de la Confesión para tener un alma limpia, tal como es la de Jesús.
—Mamá, ¿por qué Jesús tuvo que sufrir tanto? —pregunta la hermanita pequeña en una estación.
—Porque el amor es exagerado, cariño, si no, no es amor.
Padrenuestro…
Jorgito medita sobre cada estación con profundidad. Cada una le dice algo distinto, le recuerda alguna cosa que mejorar, o le impulsa a dar gracias a Dios por todo lo recibido. Por eso, cuando llega el momento de comenzar la marcha hasta la última, le pide por favor a su madre que le ceda la cruz. Desea portarla, como el Cirineo, hasta el Calvario; quiere acompañar a Jesús hasta el final. Mama ve tanta decisión en su rostro, que se la entrega sin vacilar.
La subida a la estación coincide con los últimos rayos de luz. La cruz luce esplendorosa, como un desafío altivo al horizonte. Jorgito la porta con gallardía, y detrás la familia le sigue con devoción. Mamá observa a su hijo, y, en ese momento íntimo, rememora su petición silenciosa de llevar a todos a Jesucristo. En cambio, papá mira a su retoño y no puede sino apenas controlar una profunda desazón: la imagen de su hijo portando la cruz le acaba de rememorar su bautismo.
“Jorgito, aquel día el Sacerdote, y después, nosotros, te marcamos con la señal de la cruz, pero… ¡cuantas veces se nos olvida que estamos ligados al mismo destino que Cristo!”, pensaba para sí el padre. “Caminas glorioso hacia la resurrección, pero antes, hijo mío, tendrás que pasar por tu propia cruz. ¿Te acordarás entonces de llevarla igual que hoy?”, sentenció mientras lo observaba, “¿o terminarás por rechazarla?”.
Y entonces, pensó en todas las dificultades que le traería la vida: frustraciones, pérdidas de seres queridos, desengaños… y si bien aquello le asustaba, le aterrorizaba aún más las cruces propias que sufriría su hijo por su condición de cristiano: los rechazos, las incomprensiones de los seres más cercanos, las persecuciones religiosas (dentro y fuera de la Iglesia), las tentaciones de Satanás… Había gastado muchas conversaciones con don Alfonso por culpa de este hecho. Y, siempre, el Sacerdote concluía que debían dar a sus hijos una educación de “caparazón de tortuga”, una que fuese capaz de enseñarles a replegarse a salvo durante los ataques y que, luego, le sirviera de protección en sus embistes. “Porque sí, vuestros hijos, sufrirán. Y cuanto más se acerquen a la santidad, mayor será el sufrimiento”.
A punto estuvo de flaquear, pero entonces, se agarró a su propia cruz de padre y continuó la marcha. Jorgito, ajeno a las angustias de su progenitor, miraba con amor a la cruz que sujetaba. “Señor, no quiero dejarte solo. ¡Déjame acompañarte! ¡Hasta el fin! Y todo, para que un día, pueda disfrutar de Ti en el cielo”.
Jorgito seguramente no era consciente de que el Amor, además de exagerado, es también complaciente. De saberlo, no hubiera hecho esa petición con tal arrojo… O quizás sí, porque los niños son generosos, y Jorgito, a su tierna edad, ya había empezado a conocer al verdadero Amor.
“VICTORIA, TÚ REINARÁS, OH CRUZ, TÚ NOS SALVARÁS…” resonó entre las montañas con fuerza, cuyo eco devolvía la estrofa como si la Naturaleza entera proclamara esta gran Verdad. Y en realidad, así era, porque la estrofa no solo era cantada por la familia, sino también (aunque de forma inaudible) por la Iglesia Triunfante en el cielo, que acompañaba a la familia en su ascensión hacia el Calvario.