Cuentos con moraleja: "¡Danos, Señor, sacerdotes santos!"
Hace años un sacerdote fue trasladado a la Parroquia del Espíritu Santo en Houston, Texas. Poco después de haber tomado cargo de la parroquia, una mañanita decidió tomar el autobús para dar una vuelta por la ciudad y así conocer a sus parroquianos. Se montó en un autobús para ir al centro de la ciudad. Al sentarse, descubrió que el chófer le había dado una moneda de 25 centavos de más en el cambio.
Mientras consideraba qué hacer, pensó para sí mismo:
— ¡Ah!, olvídalo, son sólo 25 centavos. ¿Quién se va a preocupar por tan poca cantidad? De todas formas la compañía de autobuses recibe mucho de las tarifas y no la echarán de menos. Acéptalo como un regalo de Dios.
Pero cuando llegó a su parada, se detuvo y, pensando de nuevo, decidió darle la moneda al conductor diciéndole:
—Tome, usted me devolvió 25 centavos de más”.
El conductor, con una sonrisa le respondió:
—Sé que es el nuevo sacerdote. Cuando le vi subir me dio un vuelco el corazón. Entonces me vino como una inspiración de que tenía que volver a mi fe. Hace muchos años que abandoné la Iglesia. El verle a usted me hizo desear volver a la Iglesia, pero quería comprobar antes si usted era una persona honrada y digna de confiarle mi alma, y no uno más de esos que hablan mucho pero que en el fondo son unos fariseos. Es por eso que le devolví 25 centavos de más para ver qué haría usted.
Se bajó el sacerdote sacudido por dentro y dijo:
—¡Señor!, por poco vendo a tu Hijo por 25 centavos.
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En estos tiempos de confusión y tribulación, donde muchas almas se sienten como ovejas sin pastor, los cristianos que deseen ser fieles buscan con ansiedad pastores que les lleven por el buen camino.
El sacerdote ya no se pertenece a sí mismo, es “otro Cristo” y como tal ha de comportarse las veinticuatro horas del día. Ha sido entresacado de los hombres para las cosas que miran a Dios (Heb 5:11). Es por ello que su vida ha de ser un modelo de santidad, de tal modo que cualquiera que se acerque a él pueda descubrir a Cristo.
El sacerdote es administrador del “mundo sobrenatural”, de las “cosas de Dios”, y no de las cosas de los hombres (1 Cor 4:1). Como decía el mismo Jesús: “¿Quién me ha constituido a mí juez o repartidor de vuestras cosas?” La misión del sacerdote no consiste en arreglar los negocios de los hombres. El sacerdote es el hombre de Dios.
“Y lo que se busca en el ministro es que sea fiel” (1 Cor 4:2). Estas palabras tienen mucha trascendencia en la Iglesia de hoy. Vivir conforme a las enseñanzas de Cristo hoy día es realmente difícil, por eso es necesario que el buen pastor vaya delante dando ejemplo; es más, incluso dando su vida – a imitación de Cristo- Por eso las ovejas ven en el sacerdote al mismo Cristo.
Cuando el sacerdote habla de las cosas de los hombres es siempre desde una perspectiva sobrenatural, y no meramente humana o mundana.
La predicación del sacerdote ha de ser también escandalosa para este mundo; pues el sacerdote habla de la cruz de Cristo, escándalo para los judíos y locura para los gentiles. En cambio, hoy día, la cruz ha sido desterrada de la predicación. La Misa ha pasado de ser “el Santo Sacrificio de la Misa” a una comida de hermandad. La predicación actual es en muchas ocasiones puramente mundana. A los hombres se les habla de la paz, del diálogo. Se pone en el mismo nivel la verdad y el error.
Todo sacerdote ha de reflejar en su exterior lo que es en su interior. Su rostro, su paciencia, su vestido, su modo de hablar y comportarse…, son un espejo de su alma. ¡Cuántas personas están buscando a sacerdotes sencillos pero auténticos! Sacerdotes que reflejen de verdad el rostro de Cristo, que hablen del Evangelio, que nos enseñen el buen camino, que actúen como verdaderos pastores, que muestren con sus acciones, que viven y creen lo que predican. ¡Señor! ¡Danos sacerdotes santos!